La educación pública española, a consecuencia de los
compromisos de los sucesivos gobiernos con la iglesia católica y con la
patronal de la enseñanza, nunca ha llegado a romper del todo con las tres
principales herencias del franquismo: segregación clasista, confesionalidad y
un amplísimo sector privado costeado con fondos públicos. No obstante, se han
logrado importantes avances en el desarrollo de la red pública, con un
incremento notable de centros y de profesorado, bajada de ratios de alumnado
por aula, ampliación de la edad escolar obligatoria, escolarización casi total
desde los tres años y mayor acceso a estudios superiores de las capas
populares.
Esta línea de conquistas está siendo sistemáticamente
atacada desde hace tiempo en diferentes Comunidades Autónomas por los gobiernos
de la derecha, cuya ideología mercantilista y privatizadora (“menos Estado y
más mercado”) quiere convertir la educación en un negocio, poniendo gran parte
de los nuevos centros educativos en manos de la enseñanza privada concertada,
mayoritariamente católica. Este proceso de privatización, que pretende
convertir la escuela pública en subsidiaria de la privada, se ha acentuado de
forma exponencial en los últimos años. La ley Wert no tiene ningún rigor,
supondrá un salto atrás en el tiempo, una escuela antidemocrática y legalizará
lo ilegal para conseguirlo.
En primer lugar, es una chapuza porque para
reformar la educación es necesario diagnosticar seriamente y debatir. El anteproyecto
de ley (LOMCE) se ha presentado sin memoria previa ni libro blanco que
analice y evalúe la situación. Sin ningún rigor y sin evidencia científica que
avale sus líneas de reforma. Sin debate: lo único que hizo fue la farsa de
abrir una consulta online, equivalente a desahogarse en el Pasquino. Y sin
ley de financiación y en un contexto de recortes. Una ley de reforma debe
concebirse para mejorar las cosas. No parece ser el caso, ya que esta
contrarreforma educativa no va a reducir el fracaso y el abandono escolar al
legalizar el descarrile temprano del alumnado y establecer una carrera de
obstáculos con numerosas pruebas y reválidas.
En segundo lugar, y lo más preocupante, es el grave
retroceso a la mala escuela del pasado, reforzando tres vías:
- Segregación. Los diversos itinerarios supondrán seleccionar y clasificar cuanto antes al alumnado, desgajándolos del tronco común a través de tres vías: los llamados programas de mejora del aprendizaje y el rendimiento desde los 13 años, por la Formación Profesional Básica (FPB) y por los itinerarios en 4º de ESO. Cuanto antes se segrega más se atenta contra la igualdad de oportunidades y se niega la capacidad de cambio de niños y adolescentes. Por ello la filosofía de este modelo educativo es generar más desigualdades y favorecer una sociedad aún más clasista que la existente.
- Confesionalidad, con una asignatura de religión evaluable y con una alternativa dura para evitar la fuga del alumnado del adoctrinamiento, eliminando Educación para la Ciudadanía y demostrando que se cree más en la religión que en los valores democráticos.
- Fortalecimiento de los conciertos privados a demanda, reforzando la doble red que segrega y crea discriminación, produciendo la paradoja de que entre todos financiamos a los que más tienen, mientras se suprimen la atención a la diversidad y la función compensatoria de la escuela.
En tercer lugar, suprime la democracia en los centros con
una pérdida del papel y peso de la comunidad educativa y con direcciones elegidas
discrecionalmente por la administración y que refuerzan sus funciones;
recentraliza el currículo, restando competencias a las comunidades autónomas y
provocando un gran conflicto con Cataluña y con otras, acentuado por el
carácter provocador del ministro.
Por último, quiere hacer legal lo ilegal. Por ejemplo
financiar con fondos públicos la separación del alumnado por sexo en centros
privados ultrarreligiosos. La contratación a dedo de profesores nativos, al
margen de los principios constitucionales de igualdad, mérito y capacidad para
acceder a la función pública. O la publicación de rankings de centros
con los resultados de las pruebas externas para que compitan y para pagar por
resultados; cuando lo correcto sería que cooperen y que se asignen recursos
en función de las necesidades del centro y del alumnado. En fin, pura ideología
neocon que diseña una enseñanza para élites que puedan pagarla, desmantela la
educación pública y abre nuevas oportunidades de negocio económico.
Todo este destrozo lo va a protagonizar Wert, un
ministro amortizado que será recompensado debidamente por el celo que ha puesto
en ejercer de villano. Un desastre de ley condenada al fracaso, ya que nace
como imposición sin ningún acuerdo y por tanto condenada a ser efímera. Exactamente
hasta que haya un cambio político, escenario que no debería estar lejano, si
tenemos en cuenta el desgaste que produce la crisis y la pésima gestión en el
gobierno Rajoy. Siempre, claro, que las todas las fuerzas de progreso no sean
tan inútiles como para seguir divididas y desaparecidas de la escena política.
Hay que producir a nivel social y ciudadano el debate que
hurta el ministerio. Debe darse por múltiples vías: comunidad educativa,
claustros, plataformas, fuerzas sociales y políticas. Hay que resistirse a esta
ley en la calle y en los centros educativos porque, como dice la Declaración de Sevilla, nada
hay más preocupante que lanzarse con la mayor eficacia en la dirección
equivocada. Pero también hay que situar las grandes cuestiones estratégicas
sobre el qué hacemos con la educación para que los recortes y reformas no
acaben con un pilar tan básico de nuestra vida y para el futuro del país. Ello
nos debe llevar a preguntarnos tanto por la educación como por la sociedad que
queremos.
Autor: Agustín Moreno, profesor de Enseñanza Secundaria en
Vallecas (Madrid) y coordinador del libro Qué hacemos con
la Educación (Akal, 2012).
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