No sólo los fármacos producen efectos secundarios. Lo hace
también la acción social, y lo hace siempre; es lo que solemos llamar consecuencias
imprevistas o no deseadas, o efectos perversos. No se
escribirían siquiera artículos como éste si la acción social (sea de las
autoridades, de los colectivos o de los individuos) produjera siempre o
habitualmente los efectos deseados y sólo éstos.
Toda reforma educativa se hace con las mejores intenciones,
pero las soluciones de ayer son a menudo los problemas de hoy. La Ley General
de Educación de 1970 (LGE) quiso poner el sistema educativo a tono con los del
mundo desarrollado y democrático, lo que pasaba por acabar con la brutal
segregación a los 10-12 años (el acceso y la superación o no del examen de ingreso)
y la prolongación del tronco común. La ley no permitía abandonar el sistema
hasta los 16 años, de manera que cualquier alumno tenía teóricamente tiempo
suficiente para terminar la Educación General Básica (común) más un ciclo
secundario (Bachillerato o FP1). Sin embargo, condicionaba el acceso al
bachillerato a la terminación con éxito de la EGB (al título de graduado
escolar), pero no así el acceso a la Formación Profesional I, para el que
bastaba haber permanecido en la escuela hasta los 14 años (certificado de
escolaridad). Tal desequilibrio en los requisitos contribuyó al descrédito de cualquier formación
profesional alternativa al bachillerato; incluso ulterior, aunque en menor
medida. La FP devino el basurero, la vía para los fracasados,
produciendo de rebote la opción automática por el Bachillerato por cualquiera
con los requisitos.
Todas las alternativas a la LGE, desde la propuesta que
llegó a formular la UCD a comienzos de los ochenta, pasando por la reforma
experimentada por el gobierno socialista en esa década, hasta la LOGSE,
quisieron acabar con esta perversión. La respuesta en la LOGSE fue plantear los
mismos requisitos para acceder a la FP —ahora Cursos Formativos de Grado Medio
(CFGM)— que para acceder al Bachillerato: el título de Graduado en ESO; y no
sólo eso, sino otro tanto para acceder a la etapa siguiente de la FP —ahora
Cursos Formativos de Grado Superior (CFGS)—, que a su vez tendría los mismos
requisitos que el acceso a la universidad: el título de Bachillerato. De esta
manera, se decía, no se establecería la formación profesional como una segunda
vía paralela, de menor valor. Si se entiende mejor con una imagen, podemos
visualizar el esquema educativo propuesto como un recorrido académico único que
tras la ESO, el Bachillerato o la Universidad daría salida al mercado de
trabajo, respectivamente, a través de los CFGM, los CFGS y los posgrados. Pero
lo que no se previó fue que tres de cada diez alumnos no superasen la ESO y
quedasen irremediablemente apartados de la educación formal -y así es: decimos
que cuatro de cada diez alumnos han abandonado prematuramente la
escuela, pero lo cierto es que tres de ellos no podían continuar aunque lo
desearan. Empecemos por lo segundo.
La LGE de 1970 produjo una FP1 desvalorizada, pero no
sucedió lo mismo con la FP2. Ésta se pensó a la vez como continuación de la FP1
(mediando un curso de enseñanzas complementarias) y salida del Bachillerato, y
de hecho fue funcionando cada vez más como lo segundo. Al contrario que la FP1
llegó a alcanzar un notable prestigio, y sus titulados entraban con facilidad
en el mercado de trabajo, entre otros factores debido al papel lubricante de
las prácticas en alternancia. Cuando la LOGSE rediseñó el sistema quiso
terminar de aislar la FP de grado superior de la de grado medio, es decir, los
CFGS de los CFGM, hasta el punto de cortar estrictamente el paso de éstos a
aquéllos, disipando así cualquier perspectiva de continuidad para los técnicos
medios. Podían, por supuesto, volver al sistema a cursar el bachillerato, es
decir, lo que habían declinado hacer cuando optaron por los CFGM, pero eso no
era continuidad ninguna sino una suerte de penalización por haber
tardado más que los demás en decidir que querían un postsecundario
(técnicamente, lo que la UNESCO llama CINE4). De manera que, de un modo u otro,
acudir a las enseñanzas profesionales era hacerlo a un ciclo terminal en
sentido estricto, no sólo porque permitía salir ya al mercado de trabajo sino
porque no permitía ir más lejos en el sistema educativo.
El problema aquí es la disfuncionalidad creciente de una
ordenación no pensada para que todos tengan una vía por la que continuar, si
pueden y quieren, su proceso de cualificación, sino en la que tan pronto como
el alumno se separa del tronco académico se ve abocado a estudios terminales.
Pero lo que pudo tener justificación en un mundo de oficios establecidos y
estables la pierde por entero en la sociedad de la información, que es también
del aprendizaje, una sociedad en la que hay que seguir -o, al menos, estar en
condiciones de seguir- aprendiendo a lo largo de la vida, pues ¿qué sentido
tiene proclamar esta necesidad de aprendizaje permanente y, a la vez, cerrar
las vías de continuidad en el seno de la educación reglada?
Volvamos a lo primero, el fracaso en la enseñanza
obligatoria y común. ¿Qué indujo a los reformadores a pensar que iba a ser de
otro modo? Si, con ocho años de enseñanza común hasta los 14 —la EGB bajo la
LGE—, fracasaban tres de cada 10 alumnos, ¿cómo iba a mejorar el balance con 10
años comunes hasta los 16, Primaria y ESO, bajo la LOGSE? Porque, rebus
sic stantibus, taza y media en vez de una taza no podía dejar de engordar la
cifra de fracaso. La cuestión es que se suponía que la enseñanza iba a cambiar,
esencialmente de dos maneras: en el contenido y en el método. El contenido
unilateralmente académico sería sustituido por algo más variado y multilateral,
en particular con la introducción de la Tecnología, el reforzamiento de las
enseñanzas artísticas y un cierto grado de opcionalidad, todo lo cual
proporcionaría a la enseñanza una mayor vinculación con la realidad y por tanto
una mayor relevancia, diversificaría y equilibraría por ello las oportunidades
de éxito y acercaría la enseñanza a los intereses de los alumnos. Los métodos
de transmisión tradicionales, por su parte, darían paso a un nuevo énfasis en
las formas de aprendizaje activas, los proyectos interdisciplinares, el trabajo
en equipo, etc., etc.
¿Qué sucedió en realidad? Que nada cambió, o lo hicieron muy
pocas cosas. Es fácil cambiar la ordenación educativa o los programas, que
dependen directamente de la ley o de decisiones administrativas, pero es muy
difícil cambiar las prácticas cotidianas en el aula o la cultura de la
institución y de la profesión. Lo que sí vino fue una mayor presión sobre la
actividad discente. Los alumnos pasaron a incorporarse a la secundaria con 12
años, cuando antes lo hacían a los 14, lo que supuso una anticipación de los
cambios de centro (general en la pública), de redes sociales y, sobre todo, de
las relaciones con el profesorado, al pasar de una centrada en un maestro
singular (el maestro-tutor) a otras fragmentadas entre profesores de distintas
disciplinas, a menudo inconsistentes y contradictorias a falta de proyectos
reales de centro y de direcciones operativas, a la vez que una burocratización
de la función tutorial y una dilución de la tutela adulta. Y también un horario
más concentrado e intensivo, a la medida de las conveniencias laborales o
familiares del profesorado, no de los ritmos naturales de actividad de los
alumnos.
La pregunta del millón no es por qué no tenemos menos
fracaso y abandono, sino por qué no tenemos más. La sorpresa es ésa, que se
mantenga en torno a tres de cada diez alumnos lo mismo tras la ESO que tras la
EGB, tanto cuando la escolarización es universal como cuando de hecho no lo
era, a los 16 que a los 14, antes de una reforma y después. Y la única
explicación plausible es que ése sea de hecho el porcentaje áureo a
la hora de evaluar al alumnado. Eso es lo que induce a pensar tal continuidad y
ubicuidad: a lo largo de los años y a pesar de reordenaciones y reformas; a
través de las fronteras de las comunidades autónomas a pesar de las variaciones
en sus políticas educativas, la disparidad de sus condiciones y recursos y una
distribución inconsistente con sus resultados en las evaluaciones de
competencias.
Y ahora, ¿otra vuelta a la tortilla?
¿Qué hacer con esos tres de cada diez alumnos que no superan
la ESO? Hoy asistimos a una propuesta de solución: separarlos del resto.
Separarlos desde tercer curso, incluso desde segundo si acumulan ya cierto
retraso. Hasta se llegó a proponer una reválida al término de la enseñanza
primaria que, de no ser superada, habría obligado a repetir a quienes no lo
hubieran hecho antes y a pasar con un sello en la frente a quienes ya lo
hubieran hecho, abocando a éstos a la FP anticipada aun con un año límbico en
primero (esta propuesta fue afortunadamente retirada).
La teoría de fondo es sencilla: no todo el mundo es capaz de
superar con éxito la enseñanza general obligatoria, por lo que mejor será
orientar ya hacia la formación profesional a quien no lo sea. Se suele formular
en términos más o menos neutros: unos son así y otros son asá, académicos o
vocacionales, todos diversos, etc., pero, en realidad, los partidarios de esta
contrarreforma no dudan de que se trata de una diferencia asimétrica: dan por
sentado no sólo que hay unos alumnos que no pueden seguir las nobles enseñanzas
académicas sino también que, los que sí pueden hacerlo, también serían capaces
de seguir unas enseñanzas de tipo profesional, sólo que no vamos a malgastar su
talento en eso.
Pero hay otra posibilidad: que, sencillamente, niños y
adolescentes vengan de su familia, su hogar y su comunidad con distinto bagaje,
más cercano o lejano a lo que la escuela pide, que les hará más fácil o difícil
atender a sus exigencias, mientras que ésta, por su parte, no hace nada por compensar
sus diferencias. No se trata aquí de la formación escolar para tal o cual
profesión particular, ante lo cual sí cabe suponer distintos grados y tipos de
idoneidad, sino de la superación con éxito de la enseñanza obligatoria y común
hasta los dieciséis años, una edad antes de la cual nadie debería ser obligado
ni empujado a tomar decisiones (ni deberían ser tomadas por él) que puedan
determinar sus oportunidades vitales. Cuando se quiere que todas las personas
puedan acceder a un punto determinado, por ejemplo un edificio, se le dota de
escaleras, ascensores y rampas, a pesar de que a algunos, incluso a la mayoría,
les valga con uno cualquiera de esos accesos, y ése debería ser el enfoque en
la enseñanza obligatoria. En tanto los alumnos no dependan todavía entera o
fundamentalmente de sus propias actitudes y aptitudes como adultos, es deber de
la sociedad ofrecerles distintas vías para llegar a unos mismos objetivos
mínimos. Eso, en la enseñanza, se traduce en diversificación en sentido
restrictivo, maneras alternativas de desarrollar unas mismas competencias, y
compensación en un sentido amplio, asignación de recursos adicionales a
aquellos alumnos que estén peor equipados ante la institución.
Pero diversificar no es el punto fuerte de la institución ni
de la profesión, nacidas y crecidas en la idea de una enseñanza homogénea y
homogeneizadora (la de las escuelas normales, los programas nacionales,
las enciclopedias y libros de texto, el examen-test, la clase magistral...). En
cuanto a compensar, los gobiernos central y autonómicos socialistas y
nacionalistas que apoyaron la LOGSE suscribían y suscriben la idea con
distintos grados de énfasis, pero ni de lejos suficiente para vencer el
corporativismo docente, en particular su igualitarismo para sí mismo y ciertos
privilegios laborales. Es así cómo un notable aumento de recursos en la
enseñanza que hace que España tenga, por ejemplo, una ratio profesor/alumnos
bastante más baja que la media de la UE o la OCDE no se traduce en una
concentración de recursos adicionales sobre los alumnos en riesgo sino en
mejoras indiscriminadas de las condiciones de trabajo para todo el profesorado,
mejoras a las que se atribuyen sin prueba alguna efectos salvíficos sobre la
educación que, naturalmente, nunca llegan. Para expresarlo de manera
simplificada y algo coloquial, pero que espero ayude a entender el argumento
sin entrar en detalles y perdernos por las ramas, diría que tenemos demasiados desdobles (aumento
indiscriminado de los recursos) y demasiado pocos refuerzos (concentración
de recursos sobre los que más lo necesitan). Y, por si fuera poco, la
estructura burocrática del sistema, de los centros y de la profesión puede
hacer incluso que exista un importante grado de discriminación negativa, como
sucede cuando la diversificación actúa como etiquetado, cuando se traduce en
segregación o cuando los alumnos más complicados son apartados o los grupos más
difíciles se dejan a los profesores más inexpertos y provisionales.
Eso es parte de lo que arruina el balance de la LOGSE: si
los alumnos llegan a la escuela en condiciones desiguales, y no sólo desiguales
sino en muchos casos calificables de privación social o cultural, pero la
escuela cierra los ojos y los trata a todos por igual, y con mayor motivo si
desata resortes que suponen discriminación negativa en el trato, la
prolongación del tronco común no puede producir más que fracaso. La LOGSE
anunció un loable objetivo igualitario pero, primero, y en contra de los
ambiciosos propósitos anunciados en la fase de experimentación anterior,
terminó ofreciendo en gran medida taza y media de lo que ya en la dosis previa
de una taza había generado fracaso masivo, es decir, no replanteó la oferta educativa;
segundo, no acompañó ni redispuso los medios para alcanzar tal objetivo -y no
me refiero tanto a poner medios adicionales como a haber utilizado mejor los
medios disponibles y, desde luego, a añadir de manera muy selectiva medios
específicos para los alumnos en riesgo y hacerlo desde el principio, desde el
primer instante en que comienzan a detectarse deficiencias o desfases en el
logro de los objetivos de aprendizaje, pues las intervenciones de este tipo,
cuanto más tempranas, más eficaces y también, dicho sea de paso, más baratas y
eficientes-, es decir, no reequilibró adecuadamente la demanda educativa,
las condiciones de una parte de los beneficiarios del servicio.
Bien al contrario, mientras el debate público ha estado
centrado sobre los grandes rasgos de la ordenación (ampliar la comprehensividad
o adelantar la especialización), otras medidas y evoluciones menos visibles, y
por tanto menos discutidas, han ido elevando la presión o ampliando la
incertidumbre en detrimento de los alumnos inicialmente peor equipados. Es el
caso de la compresión de la jornada, beneficiosa para los que no tienen
dificultades académicas y sí acceso a otros entornos de aprendizaje pero dañina
para quienes están en la posición contraria. La incertidumbre que envuelve a
los centros que no tienen un proyecto claro ni una dirección operativa, en la
que se desenvuelven mejor los alumnos procedentes de medios más familiarizados
con la educación y peor provenientes de medios más ajenos a ésta. Hasta cierto
punto, las pedagogías blandas, más acordes con la visión del mundo de la
clase media y con su manera de relacionarse con la cultura y la educación.
La política educativa que hoy anuncia el partido en el
gobierno parte del supuesto de que, en el mejor de los casos, no se puede
hacer más por incorporar a todos los alumnos a la enseñanza general con
garantías de éxito. Da por demostrado que un tercio del alumnado no reúne las
condiciones para alcanzar el éxito en un tronco común de diez años como el
actual. En consecuencia, propone simplemente reducir sin más ese tronco común,
con distinta intensidad según para quién, en uno, dos o tres años. Pero queda
mucho recorrido todavía, prácticamente todo, para una política de
discriminación positiva -o, si se prefiere, compensatoria- en el uso de los
recursos, es decir, para una política enfocada a reforzar a los más débiles en
el acceso a las competencias básicas y las credenciales educativas mínimas que
todos necesitamos para empezar a ser trabajadores cualificados, ciudadanos
activos e individuos desarrollados.
Por lo demás, va siendo hora de que cada vez que tiene lugar
un vuelco electoral el partido político ganador no empiece por intentar
dar la vuelta al sistema educativo sino que gobierno y oposición se esfuercen
en pactar un marco aceptable para todas las partes, que en consecuencia no
podrá ser plenamente conforme a los deseos de ninguna. Algo necesario para dar
estabilidad al sistema educativo, dejando que diagnostique y que aborde la
corrección de sus propios errores y disfunciones, y para dotar de un horizonte
cierto a los profesionales de la educación. No cabe negar que todos los
partidos han intentado una y otra vez plegar el sistema a sus convicciones: la
izquierda a una imagen simplificada de la igualdad, la derecha a una visión
apologética de la meritocracia y los nacionalistas de derecha o de izquierda a
la construcción de una identidad colectiva más o menos excluyente; y siempre
empezando por echar abajo la normativa anterior. Pero hay diferencias: la
LOGSE, con todos sus aciertos y errores, se inscribía en una trayectoria
iniciada por la reforma non nata de las enseñanzas medias de la UCD,
continuada después por casi un decenio de experimentación, y fue apoyada con
distintos grados de convicción por todo el arco parlamentario menos un partido
(un partido, no obstante, que ha gobernado con mayoría absoluta dos
legislaturas nacionales y multitud de autonómicas, o sea, no cualquier
partido), y en el caso de la LOE se repitió el mismo acuerdo parcial pero
incluso con el añadido de algunas fuerzas tradicionales de la enseñanza privada
y confesional (singularmente la FERE). La LOCE, por el contrario, se aprobó con
el solo apoyo del PP y su base social habitual y con la LOMCE va a suceder otro
tanto, pero esta vez sobre un fondo de enfrentamiento mucho más acre del
Ministerio, su partido y sus comunidades con todos y cada
uno de los otros actores políticos y sociales implicados. Verse enfrentado al
profesorado, al otro partido nacional y, a la menor, con los nacionalistas no
es algo que pueda sorprender a nadie, pero el grado de crispación actual y que
sea un gobierno conservador el que logra, además, suscitar el desapego de los
gobiernos regionales de su propio partido y poner en pie de guerra como nunca a
los padres, de los que cualquier manual neoliberal explica que son mejor su
público potencial, supera todos los récords.
Ni se necesita esta reforma ni es ésa la
manera de hacerla.
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